Hace poco nos preguntamos qué texto es idóneo para comenzar con la literatura mezcalera. Las entradas son varias. En la academia, por ejemplo, los artículos especializados, las monografías, los libros, los congresos y las enciclopedias. También está la posibilidad de la hemeroteca, con sus reportajes, crónicas, denuncias y opiniones vertidas en medio de coyunturas legales e históricas. Luego están los géneros literarios en donde la novela Under the Volcano de Malcolm Lowry se lleva el reconocimiento internacional.
En este último punto, invito al lector que sume a la lista literaria porque ―desde mi perspectiva― pocos libros han apostado por la literatura: de borrachos decadentes con un pasado sin redimir debajo del volcán; el mezcal ahora es refugio de historias de viajeros en catamarán capaces de cruzar océanos para retribuir el bien recibido invirtiendo su dinero en una comunidad alejada.
Es verdad que pequeños textos son capaces de expresar visiones del mundo. Es el caso de La Breve Guía del Mezcal de Ulises Torrentera que tiene más magma que de catamarán. Quiero decir, toma riesgos: su Guía conduce mas no aplaca la imaginación. Mucho nos necesita Ulises. Necesita que le creamos y seamos descreídos para generar junto a él la metáfora apropiada, la que llene la sala de estar entre los comensales que beben mezcal. Ulises empapa sus labios de mezcal y escribe en consecuencia. Lenguaje florido, de conocedor. Pero del que sabe que la sustancia del mezcal es espíritu y que lo mejor que se puede hacer es reavivar su fuego a través del mito. Así, Ulises afirma:
¿En qué momento, quién y cuándo se inventó el mezcal? Eso nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que el mezcal es el producto de tres culturas: la oriental, que inventó el alambique, mismo que fue mejorado y reutilizado para la elaboración de bebidas espirituosas por los europeos, y la americana que aportó el maguey adoptando el alambique con materiales nativos: barro, carrizo, las pencas de la planta.
Ulises generoso nos recuerda que en el proceso que da nacimiento al mezcal “todo es posible de acuerdo a nuestra imaginación y deseo” pero también advierte sobre la imitación de la “barrica en el tequila” que opaca el auténtico sabor del mezcal. Sí. Todo es posible. Menos ensombrecer la pletórica gama de sabores provenientes del maguey cocido. El mezcal está vivo, su alma está presta a nuevas experiencias pero no seamos esos ingratos que barruntan un código extraño, ignorantes de su singularidad, de la intensidad que le otorgó su herencia.
Guiar es ir delante mostrando el camino. Desbrozar el monte de los que dicen tener la interpretación correcta. No hay regla para medir al mito por adelantado. Por eso, Ulises va al archivo y nos regala una intuición en forma de ligadura: la palabra mezcal está unida con la palabra México. Los sujeta el maguey, la luna, el conejo, el ombligo, el pulque, en fin, innumerables entonaciones de palabras que adquieren sentido en la voz. En la lengua que ingiere el mezcal antes de proferir palabra.
Ulises es un enamorado de la palabra. Porque las cosas valen por lo que llamamos en ellas. Así se lanza a distinguir mezcólatra y mezcalier. El primero “conoce la historia, los ritos, los procedimientos de elaboración, las propiedades y gusta y degusta mezcal”. El segundo “degusta mezcales. El término es una combinación de mezcal y sommelier. Evidentemente se contrapone a un término ya acuñado: tequilier”. Ulises no sanciona explícitamente, pero ya es evidente qué tan desagradable es la imitación de una copia.
Los adoradores del mezcal (mezcólatras) no fungen como jueces. Ya lo dice el término. Idólatras del destilado de agave su lucha interminable es contra esa imagen estática, idolátrica, es decir muerta, de lo qué debe ser un buen mezcal. “Recuerda…el mejor mezcal es el que está enfrente”. Ulises concluye la Guía con la osadía de un mezcalómano: abierto a lo imprevisible de un licor rebosante de vida que “afecta y aficiona a las personas”.